El arado
Manuel esperó a que aquel día de primavera el sol saliese y calentase, la noche había sido húmeda y los campos desde su ventanal se veían como enterrados por la nieves, aunque sólo fuese escarcha. Desayunó y se despidió de su mujer Adela, le dijo que vendría a la hora de la merienda. Cogió la cesta de la comida y se fue a por el mulo Cecilio, éste estaba preparado, aseado y despierto apoderándose de todo el sol que entraba por el ventanal de su cuadra. Hoy tocaba arar, pero parecía estar preparado para ello. La tierra estaba dura de los fríos apretados y de días sin tránsito, pero Manuel clavaba aquel hierro y gritaba a Cecilio. La tarea estaba yendo bien y quedaba muy poco cuando Manuel se quedó mirando como las ramas de un cerezo ya se poblaban de una particular piel verde y llamativa, por unos segundos perdió de vista al mulo y a sus tierras, pero sonrió y espoleó con alegría al animal. Entonces éste hundió más sus patas delanteras y saltó hacia delante como cuando cogía una raíz del olivar, pero allí no había olivar, del suelo salió un cuerpo que se iba desmembrando con la naturalidad del despunte del cerezo y su flor. Manuel gritó para que Cecilio se parase, éste lo hizo, entonces Manuel arrancó en una carrera y vio lo inevitable, un soldado de la guerra que se había cerrado hacía unos dos años. La respiración de Manuel se volvió rápida, diseminada y embriagada por el miedo. Recogió los restos del desconocido, lo hizo a conciencia y los enterró a los pies del cerezo, un lugar que nunca se labraba, mientras tanto Cecilio lo miraba con ojos incrédulos. Llegó más tarde de lo que había pensado cuando salió en la mañana. Adela le preguntó si había pasado algo. Manuel la miró y se limitó a decir que la finca estaba congelada, pero que, aún así, el cerezo daría la mejor cosecha en años.
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